El vértice
unificador de toda la carta es el amor el prójimo: amar al prójimo significa
conocer a Dios (2,3; 4,8), vivir en la luz (2,10, estar unido a Dios (1,6) y a
los hermanos (1,7), no pertenecer al mundo (2,15), tener la vida (3,14), hacer
caso del mensaje (1,5.7), cumplir los mandamientos (5,2) y, por consiguiente, amar
a Dios (3,17; 5,2), practicar la justicia (3,10b), ser hijo de Dios (4,7; 5,1),
obtener el perdón de los pecados (1,7; 3,18-20), liberarse del temor (4,18).
La carta está
encerrada entre un prólogo y un epílogo. En el prólogo se trata de la
manifestación de la Palabra que es vida definitiva y se anuncia para crear una
asociación entre autor y destinatarios que lo sea con el Padre y el Hijo (1,3).
En el epílogo se declara que el propósito de la carta es darles la seguridad de
que tienen vida definitiva (5,13).
Que la Palabra se
identifique con Jesús el Mesías, el Hijo de Dios, como en el Evangelio de Juan,
está fuera de duda (1,1;2,13 .14). Y el contenido de esa interpelación de Dios
a la humanidad que se verifica en la persona de Jesús no es sino el amor fraterno;
la Palabra, que es Jesús, se expresa en la vida de Jesús (2,6) y en su
mandamiento (2,7; 3,10-11; 4,21). De aquí el gravísimo peligro que hay para los
cristianos en negar u olvidar que Jesús, el que vivió y dio su vida por amor al
hombre, es el Mesías, el Cristo, el Hijo y el consagrado por Dios (2,22; 5,1.10;2,20);
Cristo glorioso es la fuerza del cristiano, pero el Jesús terrestre es su modelo,
y la exigencia de su mandamiento juzga a todo privilegio espiritual.
Dios manifestó su
amor al hombre en Jesús y por él ha hecho posible el amor entre los hombres: el
cristianismo ha de continuar la obra de manifestación y realización del amor de
Dios en el mundo (4,17).
Amor es interés
positivo por las personas (3,17-18), es imperativo de justicia (2,29). Quien no
vive de esa manera pertenece al mundo, fundado sobre el mal, sobre el egoísmo,
la codicia y el alarde (2,15-16); el que no reconoce que Jesús es el Mesías, pertenece
al mundo, es cómplice del mundo (4,5), porque la única fuerza capaz de vencer al mundo cambiando la escala de valores del
hombre, es la fe en que Jesús -el que se opuso al mundo Gn 7,7), el que fue odiado
(3,13; Jn 15,17-18) y asesinado por el mundo- era el Hijo de Dios (5,4-5).
Todo lenguaje
espiritualista es peligroso o está vacío de sentido a menos que se traduzca en
la conducta (1,6; 2,4; 4,20). La naturaleza del amor es tal que no podemos amar
a Dios con exclusión del prójimo (4,21; 5,1). La emoción religiosa que pueda despertar
la contemplación de lo divino no merece el nombre de amor, a menos que no incluya
un interés por los hombres (4,20), que llevará a la ayuda concreta (3,17-18). El
amor, que es la vida definitiva, no puede vivirse más que en comunidad. Si Dios es Padre, hay necesariamente una familia de hijos que viven como hermanos (3,14;
4,12; 5,1-2). Esta es la base de la asociación que es marca distintiva de la Iglesia.
El autor describe
más con el propósito de recordar adhesiones fundamentales que de ofrecer
explicaciones teológicas. Pero su insistencia en las cualidades de la vida cristiana
revela aspectos muy importantes de ella:
Es vida definitiva
que se experimenta desde ahora (5,12-13) y que continuará para siempre (2,17)
manifestándose en gloria (3,2). El cristiano es ya hijo de Dios (3,1), tiene
una semilla divina (3,9), posee una «unción» que le confiere un conocimiento superior
(2,20.26) y experimenta dentro de sí al Espíritu que da testimonio de la verdad
de lo que cree y de la realidad de su experiencia de Dios (5,10).
Resumiendo: a Dios
no se le ve (4,12), se le puede conocer sólo a través de su Hijo Jesús, el
Mesías (2,22-23), que es su Palabra (1,1), es decir, su imperativo de amor y
solidaridad entre los hombres (2,7; 4,21). Quien cumple ese mandamiento con obras
(3,17-18) reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, conoce a Dios (5,1; 4,7) Y tiene
la vida (1,1; 3,14; 5,12). Quien no lo cumple está muerto (3,14-15; 5,12), no
conoce a Dios (4,8) y el dios que se imagina es un ídolo (5,12).
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